Raìces

24.01.2013 14:30
Desde Grecia, a la distancia, Caracas suena como una ciudad muy lejana. Algunas tardes en la televisión se escuchan noticias, sin embargo, parecen de otra vida, de otro tiempo.
Es bueno viajar, cambiar, porque si nos quedamos demasiado en un lugar dejamos de apreciar su potencialidad, nos convertimos en un jardín en el que ya no crecen flores. La gente de estos lados está pendiente de sembrar sus jardines, sus naranjos y limoneros reciben a los visitantes, naranjas y amarillos que dan color y calor en pleno invierno. No sé porque dejamos de sembrar nuestros jardines, hasta los mangos crecen como malezas y no se cosechan, al abandono para la gente que lanza piedras tratando de atrapar alguno. Los jardines de nuestras casas se han vuelto monte, incontrolables, rebeldes verdes que se trepan por las paredes.
 Llegué a Grecia hace veinte días, para escribir y para escapar, porque las navidades nos atrapan en su laberinto de emociones. Fuimos esos niños que corrimos al árbol, luego esos jóvenes que nos salíamos de casa para trasnochar y ahora, los que somos, cruzando lo que puede ser la mitad de la vida. Hemos sido, en lo bueno y en malo, hemos ganado y hemos perdido.
En la Universidad imaginaba tantas cosas, unas han llegado y otras ni se han asomado. Yo no sabía entonces que mi generación estaba condenada al cambio, porque el país parecía una continuidad y un sendero de crecimiento. Fue simplemente ilusión. Todos nacemos para cambiar, solo que no nos enseñan, no nos dicen en la escuela que cada día somos otros, nuevos, que es nuestra tarea atrapar el día y aprovecharlo.
Mis alumnos piensan que ir a clases es aburrido y yo les digo que el universo ha dado vueltas para permitirnos respirar. Es un privilegio estar vivos porque si uno se fija todo conspira contra la vida. Somos la materia que siente, la que contempla al cielo, las estrellas alumbran lo que sería una angustiante oscuridad.
Los seres humanos nos representamos en un grito de desesperación, estamos atrapados y limitados en nosotros mismos, dominados por la mecánica del mundo dentro de la mecánica de los hombres. Somos los que se nos permite ser. Muy poquita cosa, tal vez, como dice Adriana: “la vida es tan corta, si lo sabré yo después de tan terrible accidente”. Ella que tiene conciencia de que más nunca será la misma, quien no volverá a escalar las montañas, ni a correr maratones, ni a esquiar, ni siquiera a hablar bien, ella se aferra a quien es, porque su propósito siempre ha sido vivir. “La vida es tan corta, pero tan bella…”
Adriana es el ejemplo, volver a empezar, a partir de la aceptación de que ya no nos recuperaremos, somos estos, luchando hasta vencernos a nosotros mismos. La batalla no es contra el mundo, mucho menos contra el universo, tanto el mundo como el universo continúan indiferentes, seguros de que seguirán más allá de la humanidad, la batalla es contra nosotros mismos, es a nosotros a los que debemos vencer.
 Es curioso, la otra mañana en una taberna en medio de una arena blanca, Chris, mi arrendatario, me hablaba de Dios, del Dios en el que no cree, porque para él somos máquinas. Yo le dije que un hombre sin Dios, es un hombre terriblemente solitario, entonces me miró y me contestó: “ Dios, creador de las cosas, quizás. Dios de los hombres, demasiadas guerras por su causa, por eso yo no creo.”  Dios no es culpable de la historia de los hombres, los hombres son su propia historia. Como mamá: “No es lo que son los demás, hija, es lo que eliges ser tú”    
Me toca verdad, a mí, he de vencerme a mí misma, he de hacerme fuerte y valiente capaz de abandonar los miedos, porque vivir en un mundo oscuro no me construye. Elegimos entre el bien y el mal, un poco a ciegas, caminando sin escuchar a Dios porque Dios guarda silencio,  mientras cada elección nos transforma, nos hace tiempo, nos marca como las arrugas y las canas el alma, se nos obliga a envejecer pero no ha entregarnos, porque vivimos hasta dormirnos.
Cerca de aquí hay una casa bastante abandonada, como algunas de Caracas, sumadas a la inclemencia de la crisis. A esa casa ha llegado una señora, la primera vez que la vi miraba desde la otra acera su propiedad como pensando en su monumental tarea, al día siguiente ella sola se pasó todo el día cortando la maleza, sacando raíces inmensas y abriendo surcos para sembrar. Día a día he visto surgir nuevamente un jardín en lo que parecía jungla, la casa de a poquito la ha limpiado y ya empieza a parecer casa. Cuando paso cerca la saludo y le hago señas que me agrada, que me enriquece su capacidad de cambio, que de alguna manera su casa es el símbolo de mi casa, que yo también puedo darle un giro a mis cosas, hacer tantos cambios. No necesito de más nadie, necesito creer en mí. Mi casa, mi país, soy yo. Soy quien construyo el Partenón en una colina de Atenas, una ciudad en un valle debajo de una montaña, una vida para enseñar a los muchachos y aprender de los muchachos, una mujer de familia, con amigos, soy afortunada, soy probablemente materia, materia que siente, que ama, polvo de estrellas…   
 
   
Gracias por acompañarme…